sábado, septiembre 13, 2008

Preludio final - Otoño en puerta

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Para cuando las crujientes piedritas salieron disparadas hacia los lados bajo el delgado neumático de la bicicleta de Renato emitiendo ese sonido que anuncia una inminente llegada ya estaba entrando la noche del viernes.

Desmontó el asiento y caminó a la par de las ruedas. Adentro, todo estaba mas nebuloso que nunca, pero detrás de la bruma artificial un calor humano se encerraba como en una casa subterránea, una gruta volcánica, un bunker bajo el desierto cuya noche helaba poco a poco.
Kuromi esperó unos minutos a su compañero, recargada sobre un costal de cemento o de escombros.

Entró, saludó a unos cuantos, se paseó por todos lados y revisó el lugar con la mirada totalmente despreocupada. Había venido por una sola cosa.

Rápidamente las sombras lo cubrieron todo afuera, infestaron con sus nubes el cielo, y saturaron de minúsculos cuerpos de agua el viento cambiante que parecía carecer de dirección alguna. Alfredo sugirió una cosa, pero Renato pronto sugirió otra, totalmente opuesta, de la manera mas amable., se dirigió a la parte trasera y, aun sin saber exactamente qué era lo que iba a suceder depronto escuchó como una voz que había sido lanzada aparentemente al aire sin destinatario se convirtió en una voz exclusivamente suya, hecha para él, como una brisa venida desde la ensenada.

- Me voy! -dijo él- una vez que supo que la noche duraría un poco más.

Desde el interior del horno humano algunos contestaron, y otros no. Ya estaban acostumbrándose a verlo cual fantasma libre de penitencia vagando por aqui y por allá, arriba y abajo, en luz y sombras.

De esta manera salió acompañado por Merry, a eso de las agónias del crepúsculo. Primero él y unos segundos después, ella.

Llegaron hasta la esquina, sintiendo en la piel los pequeños corpúsculos de cristal como besos diminutos de una oleada marina.

Merry se negó a abordar, alegando querer caminar un poco. Internamente, Kuromi lo agradeció, a pesar de estar preparada para ello, como siempre. Así que por la vereda de escombros anduvieron los tres con un silencio poco comun en tan agitada avenida, ahora dormida por los martillos y las palas.

A cada paso, Renato se revolvía en sus pensamientos, sin dejar de prestar atención a las palabras de Merry. Doblaron por un callejon que hasta hace unos meses no sabía que existía y descendieron sobre sus pasos. Rios de agua corrían a sus costados, lluvia caída fluyendo hacia la spartes bajas. Arboles que guardan en lo que a mediodia fue su sombra un poco de polvo seco, luces de faroles que revelan la forma de los diminutos corpúsculos. Se sentaron.

Merry, esa mujer chiapaneca de sangre maya, cuya lengua natal era el Tsotsil, ojos rasgados y piel de bronce vio las manos de Renato envolver las suyas mientras platicaban cómo sería volver a vivir bajo la selva aunque fuera solo por un corto tiempo. No dijo nada, pero sabía de sobra que él la amaba con una emoción apenas controlable, y un corazón completamente tranquilo y excitado a la vez. No se veía la luna, ni su místico conejo encerrado en su blanca piel. Quizá estaba oculta por una nube de Tláloc, una venida desde muy lejos, desde el sur, soplada por Ehécatl, y con forma de jaguar...